Sentí bajo mis
pies, la madera ajada,
roída, cascada
y rota,
mi alma, mi
corazón, la voz,
el llanto, la
angustia y la impotencia.
Se me acabó del
todo la paciencia
de bailar solo
como un idiota
al ritmo
desolado del acordeón.
Taponé mis
heridas con ilusiones
y salí desnudo
al centro del infinito,
allí donde van
a parar los redimidos.
Una voz
recitaba versos y suertes,
esperando algún
abrazo perdido.
No acerté a
encontrar su origen
pero cuando
mencionó mi nombre
enseguida te
reconocí,
supe que eras
tú,
que habías
venido
desde el fin
del mundo,
que me
esperabas desde siempre
con la
inmortalidad a cuestas
para no
perderme nunca más.
Hoy bailamos
juntos a todas horas
y no nos
cansamos de tenernos
tú con todo el
arte que atesoras
y yo con los
clamores de mis versos.
Manuel Silván
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios alimentan mi sabiduría