En esta mañana sucinta de
primavera cuando ya se han retirado hasta luego los letargos de la pernocta, no
celebramos nada en especial pero todavía me duelen las pestañas de recogerme
las lágrimas emocionadas que se me saltaron ayer.
Sé cuánto te gustan las
pasadas rasantes sobre las emociones que desprenden nuestros corazones cuando
vuelan a unísono y dejan atrás las plazas abarrotadas, los salones recargados
de collares falsificados, las palabras groseras de cualquier infradotado con
aires de capitán artificial, los malos amores que dejaron heridas profundas en
vez de huellas indelebles, los claroscuros de la memoria en otoño vital, las
mareas lánguidas de aquella juventud lejana y sorda que apaga sus colores cada
vez más a menudo.
Sé cuánto gustas de tomarme
las manos y llevártelas entre tus pechos serenos para soñar con aspiraciones de
amor eterno, mirando mis ojos desde tu altura de mujer inmensa para sembrarme
de lágrimas dulces una felicidad tan honda como el suspiro que la acompaña.
Ya sabes que yo nunca falto a
la cita de nuestros silencios y que jamás recito poesías cuando estoy haciendo
los deberes para sabio, ni cuando estoy alimentándome de palabras para
dedicártelas cuando hayan hecho la digestión.
Ya sabes que me seduce
sorprenderte recogiendo flores de papel o cazando vientos de colores con tus
abanicos mágicos, también me reconforta la melodía de tu voz susurrándome que
escriba pronto la crónica de nuestras vidas no sea que se me olvide.
Me ha costado mucho
imaginarme, a éstas alturas de mi vida, un paseo de novios pelando la pava como
cuando estábamos en Babia, cogiditos de las manos templadas por la ternura, sin
destino a propósito ni siquiera algún propósito como destino, solamente
teniéndonos a media en su riqueza y delectación.
En esta mañana conclusiva del
otoño, cuando todavía se arremolinan algunas hojas del calendario sobre las
aceras húmedas, sólo recuerdo que ayer encontramos en nosotros mismos la equivalencia
biográfica de los amores de Juan Ramón y Zenobia, el caleidoscopio de sus
inquietudes tan similares, incluso en el regusto por el verbo y la utopía, el
silencio, la hermosura de las cosas sencillas y el amor inmenso.
Retales históricos y verdaderos
vinieron a visitar nuestra estancia sublime aquí en la tierra, decoraron el
paisaje de nuestras esperanzas mientras te divertías con las palomitas de maíz
y yo tejiendo versos en la memoria con tu mata de pelo. Más de una lágrima de
nostalgia y algún que otro suspiro también dedicaron sus pleitesías para
enajenarnos la prudencia.
En esta mañana de entreotoño
primaveral, lo primero que he advertido, con la emoción de un adolescente que
aprobó todo el curso de golpe, que uno de mis dedos lucía el sello y la firma
de tanta felicidad que me regalaste, mirándome desde abajo en mi delirio hasta
arriba en tu altura de mujer inmensa, para concederme la merced de albergar mi
corazón junto al tuyo sin pedirle permiso a nadie más que a tu conciencia. Fue
obra tuya que yo también hiciese mía, bendita la hora que Dios iluminó.
También recuerdo que nuestra
privacidad contaba con algunos curiosos paseantes que, pasmados por la
sorpresa, aplaudieron enfervorecidos el final de la escena primera del acto
primero de la primera obra que escribimos juntos y que se representaba
espontáneamente en una plazoleta cualquiera de Huelva, una tarde plomiza de
Marzo con la luz dentro del tiempo, cuando se avistaban las primeras
golondrinas que regresaban buscando de nuevo el calor de su hogar.
Todo sucedió después de que
nos advirtieran muy severamente que las promesas de amor, siempre se pagan,
tarde o temprano y que no vale con imaginarnos la vida del uno sin la del otro
para compensar su olvido, ni olvidarse de la vida para poder pagar las promesas
antes de su vencimiento, si puede ser mejor.
Así pues, amaneció esta mañana
sucinta de primavera reluciendo el amor entre mis dedos, firmado y sellado no
sea que se me olvide, con tanta locura de por medio.