A luna llena, le faltaba un cachito de ayer olvidado
encima de la mesita de noche donde guardaban sus pañuelos de juguetes, dos
amantes.
Un parroquiano de setenta y pico de años, a caballo
de una Lambretta mohosa, sin luz ni llantas infladas, viraba por los caminos de
la vida en busca del consuelo tabernero, con su sombrero de paja encasquetado
hasta las cejas y ataduras de guita por fuera a modo de barbuquejo para evitar
infringir la ley de tráfico que obliga a llevar casco de protección.
Un presidiario convicto de infortunio, con permiso
de paseo, se pavoneaba vivaracho en busca de un amor imposible que extravió
cuando cambió de santo adoptivo.
Las lechugas recién cogidas, aliñadas sólo con sal y
vinagre del bueno, se acabaron pronto dentro de los gaznates resecos de tanta
patraña. Para bajarse la sinrazón de su
escrutinio fueron necesario algunos chatos de mosto casi vino…y ellos
como si nada.
Una mujer con la gorrilla protectora disimulando su
feminidad y con el azadón al hombro en
prevenga, cruzaba presurosa el portalillo de la venta, con un cigarro de mala
leche quemándole los dedos mientras apuraba el tercio de cerveza fresquito que
se bebió de un solo trago, mientras pensaba que haría de comer después de los
rábanos que llevaba.
Llegó también una mujer vendedora de honra que
buscaba al macho alfa que la dejó tirada anoche y le sisó el peculio debido,
maldiciéndose por tanta confianza regalada.
Un bobo con pinta de chulito, se atusaba el
bigotillo camuflador de lujurias inconfesables.
La ventera, mujer de grueso calibre venido a menos
gracias a su buena voluntad, chupaba nicotina como una posesa para sosegar el
tembleque de su abstemia dietética. Adicta también al alcahueteo, procuraba, en
la medida de lo posible no prodigar mucho su indiscreción, aunque se le notaba
demasiado interés por los asuntos ajenos. Era todo un espectáculo de
malabarismo subliminal.
Otro señor, de poco pelo y nevado, con boina
pringosilla, superviviente del naufragio global hospitalario, se regocijaba con
gran entusiasmo de su salida del censo a pretendiente de la caja de pino
reservada a su nombre ya que tras más de un mes de ingreso en el servicio de
salud, sin que dieran con el clavo que le dolía, consiguió el salvoconducto a
la vida tras averiguársele que tan sólo tenía una piedra en la vesícula, contra
otros pronósticos que daban por caducada su ochentenaria existencia. Era el
segundo intruso que se salió de la norma para tomarse un sorbito de luna llena.
Llegó un poco tarde pero a tiempo, aunque lo pasó puto el hombre.
Llegó cesando su aliento, un tipo escuálido como el
caballo de Don Quijote, de quien se decía que era culpable de tanto paro
laboral puesto que él tenía todos los trabajos del mundo, aunque no cotizaba
por ninguno. Traía una colilla pegada en la comisura de sus labios resecos y
los mocos pegados a las cuencas de la napia. No pidió ayuda ninguna pero se
tumbó bajo la sombra de un pino a descansar sus huesos entumidos y no dijo ni
esta boca es mía.
La vecina de al lado, no andaba, rodaba su gordura
como una pelota cuesta abajo y agitaba sus manitas rechonchas, regateando
huevos de campo a dos euros la docena. Otros pregonaban manojitos de culantro y
perejil a cambio de buena compañía. Todo sea por evolución natural de los acontecimientos.
Sabiduría de subsistencia.
También se hicieron notar, dos amantes rezumando
sueños entretejidos a la luz mágica del firmamento iluminado. Contábanse los
besos intercambiados como lo suele hacer el administrador de las estrellas al
pasar lista en las noches de luna llena. Algunos de ellos se los recordaban de
vez en cuando, no sea que se quedaran fuera de la retreta.
La verdad es que daban la nota entre tanto
desbarajuste, pero ellos iban a lo suyo sin importarles un comino lo que
pensara el respetable. Dos orejas y rabo se llevaron de cada lidia.
Alguien se pegó un porrazo con la obscuridad de sus
mentiras, pero salió indemne gracias al beneplácito del guardagujas
cascarrabias que dormitaba en un sórdido rincón su borrachera de silencios
precavidos. Nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario.
En fin, que después de tantas vicisitudes llegué a
preguntarme si merecía la pena ir a votar al político de turno, sabiendo que
las cosas seguirán como siempre a pesar de sus enconados esfuerzos en
demostrarnos que ya no existen locos como los de antes, que la razón ya está en
sus manuales, que la vida ha cambiado y que los locos de ahora sólo existen en
las películas en blanco y negro, a pesar de su cordura.
Verdaderamente creo que no llevan razón, como
siempre, que no merece la pena echarles cuenta. Total: no sirve para nada.
Manuel Silván – 9/3/2015
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